10 de enero de 2014

Historia III



Nadie les iba a decir nada. Nadie iba a intentar poner una palabra propia en esas tierras; no correspondía. Muchos escuchaban, a nadie le importaba, pero sí se interesaban. El morbo de la gente cuando cosas malas pasan en la cotidianeidad. Los que pasaban conseguían extraer un fragmento de lo que ambos hablaban y se daba por entendido que entre ellos algo malo había pasado. Malo, sí; una discusión en plena calle no es algo bueno. Menos aun si es entre dos personas que seguro en algún momento se miraron y sonrieron para compartir sólo entre ellos esa curvatura. Ahora había una curva por encima de los ojos, como intentando hacer fuerza para exprimir la mayor cantidad de palabras en defensa propia. ¿Defensa propia? Claro, eso se escuchaba al pasar por el lado. En ninguna palabra parecía existir la intención de aclarar una idea, o de solucionar un malentendido, o de aceptar y seguir avanzando, o de reconocer un error, o de perdonar. Sólo había palabras que culpaban y palabras que formaban víctimas. La noche oscurecía todo aun más.



Se separaron finalmente, pero sin duda uno más afectado que el otro. Él se quedó sentado, ella caminó para dónde encontraría un lugar que la haría sentir más segura. La gente dividía las miradas disimuladamente, como si quisieran decidirse por uno de ellos para darle el apoyo, sin embargo al poco tiempo ya habían olvidado quienes eran.



¿Qué habrá iniciado la discusión? ¿Querrán volverse a ver el día de mañana? ¿O en un rato más? ¿Fue decisión de ambos haberse alejado de ese modo? ¿Fue la mejor decisión? ¿Los hizo sentir mejor? ¿Se extrañarán?

Ella siguió caminando. Lloraba, miraba el suelo, se había cubierto la cabeza con el gorro de su polerón intentando buscar pronto un refugio para poder llorar en paz y entregarse al sentimiento. Deseaba llegar pronto a casa, lo deseaba más que nunca. Apuraba el paso. El camino parecía ser más eterno. En su mente no existía nada más que la imagen de la cara de quien hace un rato le gritaba. Sólo podía recordar las palabras que habían sido dichas. Era todo muy reciente, muy fresco como intentar eliminarlo. Como si de pintura fresca se tratara, intentar removerla esparciría todo por la tela o lo dejaría peor. Mejor era esperar a que se secara para pintar encima, pero con el corazón acelerado cuesta pensar de esta manera. Los recuerdos de los últimos minutos de su vida parecían ser los minutos de su vida entera. Los recuerdos agradables de un pasado ahora se veían horribles con el recuerdo de los últimos minutos de su vida. Sólo quería llegar a casa.



Él continuó sentado. No tenía donde ir. O bien, sí tenía, pero no conseguía nada con volver. ¿Realmente había gritado de ese modo? ¿Tanto había exagerado una cosa minúscula? ¿No deseaba haber evitado gritar de ese modo, haberse reído al haber escuchado las palabras que hizo crecer para hacerlas terminar en lo que ahora lo tenía sentado cuestionándose el mundo entero? ¿No deseaba eso? Levantaba la cabeza intentando volver a encontrarla, pero ya se había ido. Se cubría la cabeza con las manos queriendo reducir sus pensamientos a algo más simple, a algo que le permitiera, ahora, tomar una decisión que pudiera devolver el desarrollo de todo a un camino más agradable. ¿De verdad había gritado de ese modo? ¿De verdad?



Tomó su teléfono, marcó el número, escuchó el tono, escuchó el tono, escuchó el tono, escuchó el tono, miró su teléfono, escuchó el tono, cortó. Marcó otra vez y escuchó el tono y lo siguió escuchando hasta que otra vez cortó él. No le quería hablar, pensaba. Esperar hasta mañana era un opción, esperar a que las cosas se calmaran, esperar a que todo estuviera seco para pintarle encima. Incluso el negro puede quedar blanco, pensaba. Pero no podía esperar un segundo más sabiendo que el error había sido suyo. Sabía dónde ella había ido: su casa, obviamente. Caminó sus pasos. Pensó sus recuerdos. Tomó su teléfono nuevamente, pero realizó la misma acción anterior. Nada aun. Siguió caminando y luces rojas intermitentes le hicieron levantar la cabeza. Nada importante, pensó. Siguió caminando, siguió pensando. Pensaba sus palabras, pensaba las palabras exactas o la acción exacta a ser realizada para dar a entender que sabía que se había equivocado. Siguió caminando y llegó. Golpeo la puerta, golpeo la puerta y salió una mujer que él conocía.



—Hola, ¿cómo está?— preguntó en tono amable, suave y melancólico, pero sincero.

—Bien, bien, gracias, adelante —respondió la madre de la mujer que él buscaba.



Al entrar a la casa él preguntó inmediatamente por la hija de aquella mujer. Sorpresa.



— ¿No está?— preguntó sorprendido.

—No, pues, si se suponía que iba a estar contigo, eso me dijo a mí por lo menos.

—No, sí, si estuvimos juntos, pero ella recién se vino a casa. La vi venirse.

— ¿Y por qué la viniste a buscar otra vez? ¿Pelearon?

—Bueno, sí, peleamos, algo pequeño, pero eso venía a conversar con ella. ¿Dónde se habrá ido?

—Dímelo tú, acá no ha llegado.



El hombre salió de la casa, se quedó un momento afuera pensando en dónde podría haber estado. El teléfono marcaba, pero nadie contestaba. Se sentía horriblemente culpable en ese momento. ¿Dónde habrá ido? ¿Dónde estará? No ha pasado más de una hora, o quizás dos horas, no sabía, no pensaba en tiempo, no pensaba en nada más. Era el sentimiento de culpa lo que comenzaba a hacer crecer las sensaciones. Sólo esperaba que pudiera arreglar todo lo más pronto posible. Pensaba que quizás ella volvería al otro día a casa y que en ese momento debía ir a verla para aclarar todo. Darle su espacio, había sido su error, tenía que asumir consecuencias. Caminaba de vuelta, por los mismos pasos que hace un rato había marcado. Pensaba. Cómo le iba a costar dormir esa noche. Ya no había ninguna luz roja intermitente. Y sonó su teléfono. Era ella.



—Hola, amor—dijo inmediatamente al contestar—, perdón, sé que la embarré, de verdad, fue mi culpa ¿dónde estás? Hablemos por favor, permíteme solucionar esto, ¿dónde estás?

—Hola, disculpa, ¿habló con el pololo de romina? —sonó al otro lado del teléfono.



El hombre que buscaba solucionar todo sintió un latido, uno sólo muy fuerte al escuchar la voz de otra persona cuando esperaba escuchar la de ella. No pensó nada más y respondió rápidamente.



—Sí, sí, soy yo. ¿Dónde está ella? ¿Está por ahí? ¿La puedes poner al teléfono, por favor?

—Sí, está…

—Pásamela, por favor —respondió interrumpiéndolo.

—Está aquí, la llevamos al hospital.

— ¿Al hospital? ¿Qué onda? ¿Qué le paso?

— La atropellar…



Y sin esperar nada más corrió al hospital.



Llegó, no sentía nada, no le importaba nada, era la sensación de que algo grave le había pasado a ella más el sentimiento de culpa lo que le hacía sentir tal desesperación por verla. Sentía que si algo pasaba en ese momento no sabría a dónde correr, no sabría dónde mirar, ni que escuchar, ni que aceptar, ni que rechazar, no sabría nada. Corrió a la sala de urgencias, entró como si intentara salvar a alguien que ahí estaba atrapado, pero ella allí no estaba. Preguntó por su compañera casi gritando como lo había hecho un par de horas atrás. Corrió por los pasillos que parecían estar vacíos. Miraba las puertas, no sabía cuál era cual. Lo detuvieron. Le dijeron que no podía estar allí. El pedía verla, él sólo pedía verla. Hacía fuerzas por escaparse, por encontrar la puerta que tuviera su nombre. Sabía que no era así, pero sólo quería tener una noticia de ella, algo más, no que sólo estaba en un hospital después de haber sido atropellada. ¿Atropellada? ¿Cómo fue posible? La imaginaba siendo golpeada por ese auto, la imaginaba siendo elevada por el aire, imaginaba sus lágrimas cayendo desde más alto, imaginaba el polerón que hace un rato le había visto, imaginaba cómo las otras veces que usó ese polerón se veían tan dulce, se veía tan linda cuando sonreía, se veía tan hermosa cuando lo abrazaba con esa sonrisa. ¿Y ahora? Ella estaba ahí, en una de esas puertas, y él estaba forcejeando con gente que lo quería alejar de ella aún más. Lloraba, lloraba y pedía verla. Por favor, por favor, por favor. Esas palabras sonaban con tanta desesperación que decir que no a cualquiera le hubiera roto el corazón para ceder a un sí, pero en los hospitales es algo tan normal que la compasión sólo viene de antiguos desesperados, y ellos no estaban ahí esa noche para apoyarlo. Lo sacaron, lo calmaron, le insistieron en que todo iba a estar bien, y el sólo ocultó su cabeza entre sus manos intentando protegerse de cualquier posible mala realidad. Con sus manos mojadas en lágrimas recorría su cabeza, sus oídos y luego cubría su cara. Sentía el calor. Pedía ahora casi susurrando entre lágrimas que por favor lo dejaran verla. Le decían que la estaban cuidando, que estaba bajo el mejor cuidado, pero eso no era suficiente. Él quería verla, él quería verla, él quería verla. Y deseando eso cerró los ojos. Se prometía a él mismo que nunca más gritaría del modo que lo hizo. Se prometía a él mismo que nunca más la dejaría ir si en alguna otra ocasión discutían. Se prometía a él mismo que nunca más la dejaría sola. Se prometía a él mismo, pero luego se daba cuenta que necesitaba saber si ella saldría de allí y volvía a romper en lágrimas. Por favor, susurraba, por favor, por favor, por favor.



Finalmente alguien se le acercó con la clara intención de darle noticias. Pasillos vacíos, ecos, la situación se veía en blanco y negro. De lejos, en la oscuridad de ese lugar, se veía el hombre con el médico. El hombre de blanco se sentaba junto a él y él dejaba de sentir sus piernas, caía, lloraba, gritaba en silencio, algo en su interior buscaba la manera de escaparse, de dejar ese cuerpo que no le permitía expresarse para poder ser libre y sentir en su totalidad la pena, la desesperación, las sensaciones reprimidas, de no saber dónde ir, a quien recurrir, de no saber cuál ahora era el lugar seguro. Estaba en el suelo, cerraba los ojos y sentía un susurro en sus oídos, un susurro lejano que parecía alejarlo de la horrible realidad en la que vivía. Desierta, desierta, desierta. Lo escuchaba, se hacía más claro y más sentía lejos ese horrible pasillo, ese horrible mundo. Sintió un beso en su mejilla, los susurros eran más claros, más reales, más cercanos. De un momento a otro ya no eran susurros, era una voz clara. Y abrió los ojos.



—Amor, despierta— le decía la mujer que estaba a su lado.



Se incorporó, le costó un par de segundos entender que había estado durmiendo, que había soñado con un miedo, que nada había sido real. La miró, la abrazó, la besó y ella sonriendo ante esa muestra repentina de cariño lo abrazó, lo besó y le preguntó qué había pasado.



—Una pesadilla, amor. Nada más que eso.